sábado, julio 23, 2005

PAREDÓN Y DESPUÉS


“Ya vas a cantar” fue lo último que escuchó antes de caer desmayado por los golpes en la espalda, en los riñones, en el estómago, en todo el cuerpo.
Se despertó con el tarareo incompleto de “Sur” en la cabeza y, como un estribillo disonante, la frase repetida “ya vas a cantar”. Con los ojos aún cerrados a causa de la hinchazón, tragó dificultosamente la saliva salada y espesa que se le había juntado en la boca. La sensación de estar tragando un coágulo de sangre lo repugnó, pero no tuvo fuerzas ni siquiera para vomitarlo.
Tanteó con ambas manos las paredes del calabozo donde se encontraba. Era húmedo. Barro y pampa, pensó. Y como en un destello de lucidez recordó la linterna apuntándole a los ojos, el empujón que los tiró a la vereda embarrada, el zanjón desde el que ella se quedó gritando cuando se lo llevaban.
Quizás todavía estaba allí, tirado, en la vereda, embarrado; quizás no había ninguna linterna apuntándole a los ojos, ningún falcon verde frenando en la esquina; quizás ya no lloviera y el olor rancio de humedad que estaba sintiendo no fuera otra cosa que un perfume de yuyos y de alfalfa.
Alzó la cabeza e intentó abrir sus ojos hinchados para ver las estrellas. “Ya era hora, cantorcito”. Una mano informe tiró con fuerza de sus cabellos haciendo que, de esta manera, su cuello se estirara como implorando piedad y sus ojos quedaran, otra vez, cegados por el reflejo de una luz intensa.
“Queremos nombres”, dijeron las manos y parecieron multiplicarse. No eran solo dos que tiraban de su cabello y apretaban su garganta. Había otras que agarraban sus extremidades y luchaban contra sus músculos hasta desgarrarlos. “Que cantes, carajo”, dijo la mano más cercana y lo abofeteó. Por unos segundos la luz pareció apagarse. Sus ojos volvieron a buscar en vano las estrellas. San Juan y Boedo antigua y todo el cielo...
Enseguida la mano agarró de nuevo, con furia, el poco cabello que todavía quedaba en la cabeza y volvió a colocar la luz a la altura de los ojos. El dolor que sentía en brazos y piernas se había vuelto tan intenso que quiso gritar, pero el sonido no salió de su garganta. “¿Así que no cantás?”, dijeron esta vez las manos y encendieron el calabozo con miles de pequeñas estrellas rojas que fueron cayendo como fuegos de artificio en su cuerpo. Una estrella ardió en su pelvis; dos estrellitas quemaron sus tetillas; otras, casi despreocupadamente, quemaron sus genitales. Las manos reían retorciendo con fuerza los cigarrillos en las palmas abiertas de sus manos que trataban, en vano, de cerrar los dedos (atados cuidadosamente, uno por uno, en una tabla de madera).
Quizás se desmayó, quizás sólo la recordó mientras el fuego quemaba su piel. Ya nunca alumbrará con las estrellas / nuestra marcha sin querellas/ por las noches de Pompeya. Pero fue como si ella, otra vez con 20 años y otra vez temblando, lo besara. Entreabrió los ojos para verla. La luz había desaparecido. Las estrellas se habían apagado. Solo quedaba el humo de los cigarrillos y el olor a carne quemada que le repugnaba. Pero estaba solo.
Fue entonces cuando una gota de agua fresca cayó en sus labios. ¡Llovía! ¡Entonces no estaba preso! Otra gota cayó en su pecho y le hizo recordar la continuación del primer verso del tango: San Juan y Boedo antigua y todo el cielo/ Pompeya y más allá la inundación. La esperanza se apoderó de él con tanta intensidad que borró el dolor por un instante. Y entonces, de repente, recordó los relatos de sus compañeros. El agua, la electricidad, la picana. El miedo, como hacía solo un segundo lo había hecho la esperanza, se apoderó de él con tanta fuerza que lo hizo temblar y sentir que su cuerpo ya no le pertenecía. Sus dientes se golpeaban rítmicamente sin poder evitarlo. Sus brazos y piernas desgarrados parecían ajenos como esas manos que ordenaban que cante, como esas botas que marchaban en las calles del barrio que, a esa altura, estaba seguro de que no volvería a ver. Todo a muerto ya lo sé.
Las manos acercaron la picana a los ojos, la apoyaron dulcemente en sus párpados. San Juan y Boedo antiguo, cielo perdido. Después todo fue muy confuso. Quizás había llovido, quizás Pompeya estaría inundada, quizás el barro en la vereda..., quizás ella estaría en su ventana, esperándolo y no en el zanjón gritando.
Las manos desataron los nudos que ataban sus brazos y piernas, agarraron con asco su cuerpo mojado, meado, vomitado, embarrado y lo empujaron para que caminara. Después solo escuchó las botas que marcaban el ritmo, el dos por cuatro del tango que empezaba a recordar.
Las manos lo empujaron contra la pared, ataron con fuerza un pañuelo inútil en sus ojos que ya no veían y empuñaron las ametralladoras. El director de orquesta les señaló a los músicos cómo sostener el instrumento y para dónde apuntar. Se produjo un silencio, el silencio que antecede al canto y a la muerte, y solo cuando las botas destrabaron , todas al mismo tiempo, el seguro de las ametralladoras, el tango salió nítido de su garganta: Sur...paredón y después.../Sur...una luz de almacén.../ya nunca me verás como me vieras/recostado en la vidriera esperandote.

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LA SEQUÍA


LA SEQUÍA

Hacía rato que el hombre estaba ahí, como muerto, sentado sin moverse, mirando con ojos secos el atardecer. Y hacía rato también que la mujer le hablaba sin parar, gesticulando cada palabra con rabia. Hacía tiempo que el hombre volvía del pueblo sin ninguna esperanza de trabajo y que su mujer le recriminaba su incapacidad. Pero sobre todo, hacía tiempo que no llovía.
Un perro cadavérico salió del rancho y se desperezó delante de la mujer, la cual le dio un puntapié y lo maldijo: --Igual de estúpido que tu dueño. El perro metió la cola entre las patas y se cobijó junto al hombre. Solo entonces el hombre dejó de escudriñar el horizonte y bajó sus ojos secos hacia el perro. Su mano huesuda acarició la cabeza del animal.
El sol era una bola de fuego en el horizonte que amenazaba con derretir el pastizal. Otra vez dormiría afuera como el perro. Al día siguiente tendría que ir todavía más lejos, hasta Añatuya, donde había escuchado que buscaban peones.
El calor no disminuía por la noche así que el hombre no se movía de la silla para dormir. Por lo demás, el día y la noche no se diferenciaban más que por la luz del sol que le daba de lleno en sus ojos secos por la mañana, cuando su esposa empezaba a gritarle desde la cocina y el perro se desperezaba y le lamía las manos.
Ese día, el hombre regresó más tarde que de costumbre. La mujer vio recortada bajo el sol la silueta abatida del hombre y supo que tampoco esta vez había conseguido trabajo. Sin embargo traía algo en sus manos. Intrigada, la mujer lo esperó en la puerta. El perro ya hacía rato que se había ido a recibirlo. –Perro vago, sólo se mueve para buscarlo y recibir esas míseras palmadas.



El hombre la saludó con un movimiento de cabeza apenas perceptible y le entregó el paquete. No era necesario decir nada. Otra vez el vecino se había apiadado de su miseria y le entregaba envuelta en diarios viejos una liebre recién cazada.
--Qué vergüenza, qué vergüenza –decía la mujer mientras la iba despellejando en la cocina y empujaba al perro que se le metía entre las piernas tratando de chupar las gotitas de sangre que se resbalaban hacia el piso.
Indiferente, el hombre desde su silla veía las primeras nubes negras en días que rápidamente empezaban a cubrir el horizonte. Desde la cocina, los insultos de la mujer se mezclaban con los ladridos afónicos del perro.
El hombre entrecerró los ojos. Empezaban a caer las primeras gotas cuando se escuchó el grito de la mujer e, inmediatamente, el alarido del perro. Entonces el hombre se incorporó y corrió a la cocina. Con la escoba la mujer golpeaba al perro que, todavía masticando la pata de la liebre, se limpiaba a lengüetazos el hocico ensangrentado.
–Perro de porquería, inútil como tu dueño –gritaba la mujer mientras lo golpeaba.
El perro miró cómplice los ojos secos del hombre y, entonces, el hombre comprendió lo que el perro le pedía. Agarró la olla de bronce donde la mujer había colocado las papas y las zanahorias y, con fuerzas que ni él mismo sabía que poseía, golpeó a la mujer en la cabeza hasta que no quedó de ella más que una masa amorfa y pegajosa que el perro empezó a lamer. Después tomó el cuchillo y empezó a despellejarla mientras el perro se le metía entre las piernas, pero sin molestarlo.
Colocó la olla sobre el fuego y tiró dentro la carne fresca. Buscó su silla y se sentó en la entrada del rancho a esperar que la comida se hiciera. Empezaba a llover sobre el campo seco.

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EN LA CALDERA

Se levantó más temprano que lo que acostumbraba, abrió la ducha y dejó correr el agua mientras tomaba un café con leche frío y demasiado azucarado. El agua del baño, por alguna extraña razón, tampoco se había calentado, lo que obligó al hombre a apurarse mientras pensaba con tedio que tendría que hablar con el portero del edificio para que cambiara las cañerías o, al menos, las reparara. Luego se vistió y bajó al hall del edificio, pero sólo encontró a la vecina del 2do. B que seguía obsesionada con la desaparición de su gato y no podía ayudarlo.
Sin embargo, el problema del agua era bastante urgente, no podía esperar. Quejándose en voz alta, el hombre decidió que lo mejor sería bajar por su cuenta a la caldera, verificar el problema y, en todo caso, llamar él mismo a algún plomero. El subsuelo del edificio era un lugar inhóspito para él y le pareció demasiado descuidado y sucio. Debía hablar de ello en la próxima reunión de consorcio y quizás debía plantear la necesidad de cambiar de portero.
La escalera que bajaba al sótano estaba muy deteriorada, parecía que nadie había bajado en años. El hombre pisaba cada escalón tanteándolo con cuidado porque la luz era muy tenue y por momentos amenazaba con apagarse. Un olor denso invadía el sótano y hacía difícil mantener la respiración. El hombre se llevó la mano a la nariz en el mismo momento en que la luz se cortó definitivamente; solo de vez en cuando llegaban destellos anaranjados, seguramente de las calderas, que iluminaban por unos segundos el lugar y luego desaparecían para dejarlo en tinieblas.
Maldijo el momento en que decidió bajar. Empezaba a sentir claustrofobia. Tanteó con las manos la baranda de la escalera, pero las retiró asqueado al sentir la madera podrida deshacerse en sus dedos. El olor rancio se mezclaba con la humedad de las cañerías y el calor del fuego. El hombre creyó que se descompondría. Se arrodilló en el piso para quitarse la polera de lana. Fue entonces cuando vio unos huesos largos completamente limpios que producían destellos fosforescentes en la oscuridad y unas cucarachas más grandes de lo habitual que caminaban por el piso mugriento buscando huecos oscuros para esconderse. Sin embargo, lo peor fue lo que apenas unos segundos después vislumbró: varias mandíbulas y calaveras humanas se encontraban apiladas contra la pared. La nausea que hacía rato venía sintiendo, se precipitó sin que el hombre pudiera contenerla y lo dejó temblando presa del horror que lo invadía.


Quiso salir corriendo, pero la oscuridad era total y el mareo lo había desorientado. ¿Dónde estaría la escalera? Debo tranquilizarme, pensó. Y fue en ese momento que escuchó nítidos unos pasos que bajaban. ¿Quién es?, preguntó pero nadie respondió. Los pasos dejaron de oírse. Quizás era su imaginación o el mareo. Sin saber bien hacia dónde se dirigía el hombre corrió en la penumbra y pisó algo húmedo y tibio que quedó atorado en su zapato izquierdo y lo hizo resbalarse. Entonces una llamarada más fuerte que las anteriores alumbró el lugar y el hombre vio con espanto su pie dentro del cuerpo putrefacto de un gato. Quiso gritar pero nada salió de su garganta. Otra vez la oscuridad era total y empezaba a desesperarse. Una risa ahogada se escuchó muy cerca de la escalera. No es gracioso, ¿quién está ahí?. Tampoco esta vez respondieron, aunque el fuego alumbró una sombra que bajó veloz los escalones para ocultar su rostro. Esta vez pudo gritar, pero el grito fue interrumpido en el momento mismo en que nacía por una mano monstruosa, enorme, que tapaba su boca y la sujetaba con un trapo interminable que ajustaba en la garganta.
A empujones la sombra lo condujo hacia la caldera. El calor era sofocante. Gotas de sudor chorreaban desde su frente hasta el pie descalzo. El fuego se había avivado y la sombra que lo empujaba parecía inmensa y sobrenatural detrás de él. Solo cuando la caldera estuvo a menos de un metro de distancia la sombra lo soltó con un golpe en la espalda y buscó las llaves que abrían la puerta de hierro del pequeño recinto. El hombre cayó al suelo enlodado. Temblaba, pero sentía el calor del fuego en el rostro. La sensación era ambigua: frío y calor, terror y asombro. Desde el piso el hombre vio cómo la sombra abría la puerta oxidada con dificultad, cómo lo pateaba hasta casi meterlo dentro de la caldera más cercana, cómo todo el pequeño recinto circular se encontraba repleto de huesos y ratas inmundas acostumbradas al calor, buscando con desesperación los últimos vestigios de carne humana para roer.
Casi implorando el hombre levantó la cabeza. La majestuosa sombra ya salía del recinto y cerrando la puerta con doble llave rió con fuerza. Solo entonces, cuando sombra y risa tomaron cuerpo ante el hombre desesperado, escuchó: ¿Otro portero le parece? Yo creo que otro inquilino sería mejor.

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