sábado, julio 23, 2005

LA SEQUÍA


LA SEQUÍA

Hacía rato que el hombre estaba ahí, como muerto, sentado sin moverse, mirando con ojos secos el atardecer. Y hacía rato también que la mujer le hablaba sin parar, gesticulando cada palabra con rabia. Hacía tiempo que el hombre volvía del pueblo sin ninguna esperanza de trabajo y que su mujer le recriminaba su incapacidad. Pero sobre todo, hacía tiempo que no llovía.
Un perro cadavérico salió del rancho y se desperezó delante de la mujer, la cual le dio un puntapié y lo maldijo: --Igual de estúpido que tu dueño. El perro metió la cola entre las patas y se cobijó junto al hombre. Solo entonces el hombre dejó de escudriñar el horizonte y bajó sus ojos secos hacia el perro. Su mano huesuda acarició la cabeza del animal.
El sol era una bola de fuego en el horizonte que amenazaba con derretir el pastizal. Otra vez dormiría afuera como el perro. Al día siguiente tendría que ir todavía más lejos, hasta Añatuya, donde había escuchado que buscaban peones.
El calor no disminuía por la noche así que el hombre no se movía de la silla para dormir. Por lo demás, el día y la noche no se diferenciaban más que por la luz del sol que le daba de lleno en sus ojos secos por la mañana, cuando su esposa empezaba a gritarle desde la cocina y el perro se desperezaba y le lamía las manos.
Ese día, el hombre regresó más tarde que de costumbre. La mujer vio recortada bajo el sol la silueta abatida del hombre y supo que tampoco esta vez había conseguido trabajo. Sin embargo traía algo en sus manos. Intrigada, la mujer lo esperó en la puerta. El perro ya hacía rato que se había ido a recibirlo. –Perro vago, sólo se mueve para buscarlo y recibir esas míseras palmadas.



El hombre la saludó con un movimiento de cabeza apenas perceptible y le entregó el paquete. No era necesario decir nada. Otra vez el vecino se había apiadado de su miseria y le entregaba envuelta en diarios viejos una liebre recién cazada.
--Qué vergüenza, qué vergüenza –decía la mujer mientras la iba despellejando en la cocina y empujaba al perro que se le metía entre las piernas tratando de chupar las gotitas de sangre que se resbalaban hacia el piso.
Indiferente, el hombre desde su silla veía las primeras nubes negras en días que rápidamente empezaban a cubrir el horizonte. Desde la cocina, los insultos de la mujer se mezclaban con los ladridos afónicos del perro.
El hombre entrecerró los ojos. Empezaban a caer las primeras gotas cuando se escuchó el grito de la mujer e, inmediatamente, el alarido del perro. Entonces el hombre se incorporó y corrió a la cocina. Con la escoba la mujer golpeaba al perro que, todavía masticando la pata de la liebre, se limpiaba a lengüetazos el hocico ensangrentado.
–Perro de porquería, inútil como tu dueño –gritaba la mujer mientras lo golpeaba.
El perro miró cómplice los ojos secos del hombre y, entonces, el hombre comprendió lo que el perro le pedía. Agarró la olla de bronce donde la mujer había colocado las papas y las zanahorias y, con fuerzas que ni él mismo sabía que poseía, golpeó a la mujer en la cabeza hasta que no quedó de ella más que una masa amorfa y pegajosa que el perro empezó a lamer. Después tomó el cuchillo y empezó a despellejarla mientras el perro se le metía entre las piernas, pero sin molestarlo.
Colocó la olla sobre el fuego y tiró dentro la carne fresca. Buscó su silla y se sentó en la entrada del rancho a esperar que la comida se hiciera. Empezaba a llover sobre el campo seco.

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