sábado, julio 01, 1995

SEVERINO Y EL ESPEJO


SEVERINO Y EL ESPEJO


PREMIO 20 JÓVENES CUENTISTAS DEL CONO SUR 1995

PUBLICADO EN LIBRO DEL MISMO NOMBRE DE EDITORIAL COLIHUE

Vi como, de pronto, el espejo se ahuecaba y entraba todo dentro de él. Mi cara, el cielo, la pampa y otras personas que nunca había visto en mi vida. Estaba todo ahí adentro, un poco desfigurao pero entero. Probé de pasar mi mano a través de él y, entonces, otra mano (igual a la mía) se acercó y tocó las puntas de mis dedos exactamente de la misma manera en que yo tocaba los de ella. Me asusté. Miré pa’ todos lados desconfiao.
--No vaya a ser qui ande Mandinga por áhi.
Pero no, no había nada. Seguía solo con mi caballo como hacía ya varios días, sin ver otra cosa que la llanura seca hasta el infinito.
Había desmontado del zaino al ver el espejo y, ahora, sentao al lado sobre el pasto seco, no podía dejar de mirarlo. ¿Quién lo habría dejado tirado en el medio de la nada? ¿Estaría engualichao? Quizás por eso lo habían dejado allí. Andie a saber quién lo tocó.
El cielo comenzaba a cargarse de nubes. Hacía rato que venía oliendo a lluvia y por lo que veía ahora, iba a ser fuerte el chaparrón. Ni un árbol a la vista. Solo yo y el espejo ese que ahora se había calmado y era otra vez transparente y, allí, tirado, dejaba ver reflejado en él el cielo nublado y el pasto reseco, amarillo, como cubierto por una capa fina de escarcha.
Abrí las alforjas buscando abrigo. El sol había desaparecido entre las nubes y se había levantado esa ventisca típica que anuncia tormenta.
Fue en ese momento que el espejo se ahuecó otra vez. Pero ahora estaba seguro de lo que veía. Sentí escalofrío en la espina dorsal pero, no me moví. El espejo gimió. Se movía lentamente, como en círculos, y se ahuecaba más y más. Por unos segundos no reflejó nada. Se veía negro, lustroso, en algunas zonas brillaba tanto que creí ver algunos rayos de luz.
Ya sé que suena raro pero lo vi y no me importa si nadie me cree porque no se puede negar lo que pasó después.
El espejo dejó de moverse. Estaba cóncavo como un cántaro de agua. Estiré el cuello pa’ ver pa’ dentro y me vi; sí, era yo. Severino Caldén, el mismo que ahora está contando esto. Pero no era yo. Era distinto. Me acerqué un poco más y el otro me imitó. Entonces pude verlo.
Vestía unos trajes raros, de color negro y brillitos dorados. No parecía gaucho el hombre pero sus pantalones se parecían bastante a las bombachas que usamos para trabajar la tierra y andar a caballo. Parecía vestido pa’ una fiesta porque todo relucía. Me dio un poco de risa su chaleco dorado porque era como de hembra, lleno de volados y bordados pero, no me reí porque me miraba serio y, en el fondo, yo tenía miedo.
Nunca vi ojos más negros que esos, eran como el color del espejo antes de ahuecarse, y el pelo ¡casi azul, como el de los indios! Pero no era indio, se notaba en su mirada agresiva. Los indios son más miedosos, bajan los ojos cuando uno los mira.
Yo miraba atontao a ese personaje en el espejo. Casi sin esfuerzo, fue saliendo su cabeza, sus brazos, su torso fornido y una a una sus largas piernas que terminaban en graciosos zapatitos en punta.
Yo lo miraba desde abajo. Era magnífico pero tan extraño. ¿Será Mandinga?, pensé.
--Alabado sea Alá –me dijo y me quedé boquiabierto.
--Alabado sea Alá –repitió.
--Sí, Alá –le contesté.
Y el hombre del espejo se arrodilló en el pasto seco y alzó sus manos al cielo. Fue entonces cuando empezó a llover.
No cabía duda, era Mandinga en persona y yo estaba ahí sentao, al lado y sin saberlo. Comencé a temblar, mis dientes rechinaban cada vez más fuerte. Maldita suerte la mía.
El hombre pareció enojarse, no sé si porque yo temblaba o porque la lluvia estaba arruinando su chaleco de seda.
--Tantos años ahí adentro viajando por el mundo entero, de Arabia a Asia, de ahí al sur de África para luego ser llevado a las islas del Pacífico y cruzar el océano hasta Europa, estar años colgado en la habitación de una reina vanidosa (Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa del lugar?) Visitar los lugares más maravillosos de la Tierra y ser tocado por manos finas de personas ilustres.
¡¡¡Para qué!!! ¡Para caer en esta tierra polvorienta y seca, en el fin del mundo! En manos de un roñoso gaucho ignorante y encima esta lluvia que está arruinando mi traje mágico.
Mejor apúrese gaucho, pida su deseo de una buena vez y déjeme volver al espejo a dormir otros mil años. ¡Vamos hombre, no tiene toda la eternidad, pida su deseo!
--Y-y-yo n-n-no no quiero nada señor, pa’ que voy a estar recibiendo favores de un desconocido si yo no necesito nada. Tengo mi señora allá en el rancho y ya debo estar cerca ¿sabe? Fui hasta el pueblo a comprarle algunas cositas y una damajuana. Además lo tengo al zaino. Muchas gracias, es usted muy gentil siñor pero, no deseo nada.
--Viejo estúpido, si ese es tu deseo, será concedido. ¡Oh!, Alá todopoderoso, concede a mi amo su deseo: NADA! Y que Alá sea con usted.
Y diciendo esto se zambulló dentro del espejo que se movió hasta quedar plano otra vez.
--¡Qué suerte he tenido! ¡Me creía ignorante pero me he burlado de él, no caí en su juego! –pensé.
Y poniéndome el poncho al hombro, subí a mi caballo, lo taloneé con fuerza y me alejé lo antes posible del espejo.
¡Pucha que estuvo cerca el Mandinga ese esta vez!

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