sábado, julio 23, 2005

EN LA CALDERA

Se levantó más temprano que lo que acostumbraba, abrió la ducha y dejó correr el agua mientras tomaba un café con leche frío y demasiado azucarado. El agua del baño, por alguna extraña razón, tampoco se había calentado, lo que obligó al hombre a apurarse mientras pensaba con tedio que tendría que hablar con el portero del edificio para que cambiara las cañerías o, al menos, las reparara. Luego se vistió y bajó al hall del edificio, pero sólo encontró a la vecina del 2do. B que seguía obsesionada con la desaparición de su gato y no podía ayudarlo.
Sin embargo, el problema del agua era bastante urgente, no podía esperar. Quejándose en voz alta, el hombre decidió que lo mejor sería bajar por su cuenta a la caldera, verificar el problema y, en todo caso, llamar él mismo a algún plomero. El subsuelo del edificio era un lugar inhóspito para él y le pareció demasiado descuidado y sucio. Debía hablar de ello en la próxima reunión de consorcio y quizás debía plantear la necesidad de cambiar de portero.
La escalera que bajaba al sótano estaba muy deteriorada, parecía que nadie había bajado en años. El hombre pisaba cada escalón tanteándolo con cuidado porque la luz era muy tenue y por momentos amenazaba con apagarse. Un olor denso invadía el sótano y hacía difícil mantener la respiración. El hombre se llevó la mano a la nariz en el mismo momento en que la luz se cortó definitivamente; solo de vez en cuando llegaban destellos anaranjados, seguramente de las calderas, que iluminaban por unos segundos el lugar y luego desaparecían para dejarlo en tinieblas.
Maldijo el momento en que decidió bajar. Empezaba a sentir claustrofobia. Tanteó con las manos la baranda de la escalera, pero las retiró asqueado al sentir la madera podrida deshacerse en sus dedos. El olor rancio se mezclaba con la humedad de las cañerías y el calor del fuego. El hombre creyó que se descompondría. Se arrodilló en el piso para quitarse la polera de lana. Fue entonces cuando vio unos huesos largos completamente limpios que producían destellos fosforescentes en la oscuridad y unas cucarachas más grandes de lo habitual que caminaban por el piso mugriento buscando huecos oscuros para esconderse. Sin embargo, lo peor fue lo que apenas unos segundos después vislumbró: varias mandíbulas y calaveras humanas se encontraban apiladas contra la pared. La nausea que hacía rato venía sintiendo, se precipitó sin que el hombre pudiera contenerla y lo dejó temblando presa del horror que lo invadía.


Quiso salir corriendo, pero la oscuridad era total y el mareo lo había desorientado. ¿Dónde estaría la escalera? Debo tranquilizarme, pensó. Y fue en ese momento que escuchó nítidos unos pasos que bajaban. ¿Quién es?, preguntó pero nadie respondió. Los pasos dejaron de oírse. Quizás era su imaginación o el mareo. Sin saber bien hacia dónde se dirigía el hombre corrió en la penumbra y pisó algo húmedo y tibio que quedó atorado en su zapato izquierdo y lo hizo resbalarse. Entonces una llamarada más fuerte que las anteriores alumbró el lugar y el hombre vio con espanto su pie dentro del cuerpo putrefacto de un gato. Quiso gritar pero nada salió de su garganta. Otra vez la oscuridad era total y empezaba a desesperarse. Una risa ahogada se escuchó muy cerca de la escalera. No es gracioso, ¿quién está ahí?. Tampoco esta vez respondieron, aunque el fuego alumbró una sombra que bajó veloz los escalones para ocultar su rostro. Esta vez pudo gritar, pero el grito fue interrumpido en el momento mismo en que nacía por una mano monstruosa, enorme, que tapaba su boca y la sujetaba con un trapo interminable que ajustaba en la garganta.
A empujones la sombra lo condujo hacia la caldera. El calor era sofocante. Gotas de sudor chorreaban desde su frente hasta el pie descalzo. El fuego se había avivado y la sombra que lo empujaba parecía inmensa y sobrenatural detrás de él. Solo cuando la caldera estuvo a menos de un metro de distancia la sombra lo soltó con un golpe en la espalda y buscó las llaves que abrían la puerta de hierro del pequeño recinto. El hombre cayó al suelo enlodado. Temblaba, pero sentía el calor del fuego en el rostro. La sensación era ambigua: frío y calor, terror y asombro. Desde el piso el hombre vio cómo la sombra abría la puerta oxidada con dificultad, cómo lo pateaba hasta casi meterlo dentro de la caldera más cercana, cómo todo el pequeño recinto circular se encontraba repleto de huesos y ratas inmundas acostumbradas al calor, buscando con desesperación los últimos vestigios de carne humana para roer.
Casi implorando el hombre levantó la cabeza. La majestuosa sombra ya salía del recinto y cerrando la puerta con doble llave rió con fuerza. Solo entonces, cuando sombra y risa tomaron cuerpo ante el hombre desesperado, escuchó: ¿Otro portero le parece? Yo creo que otro inquilino sería mejor.

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