viernes, julio 23, 1993

LA ESPERANZA


CUENTO GANADOR DEL 1ER PREMIO
CONCURSO LITERARIO DE LABORATORIOS ROEMMERS
Joaquín López sabía el riesgo que corría cuando partió en busca de un montañista inexperto perdido. Ser guardaparque en los bosques patagónicos argentinos implicaba mucha responsabilidad: debía cuidar el parque para que no sufriera alteraciones, preservando sus recursos renovables, especialmente la fauna y flora autóctonas para mantener el equilibrio biológico, como también tenía que vigilar los problemas de contaminación que se estaban dando en algunos lagos, controlar la caza furtiva, la tala ilegal, y lograr un entendimiento con los pobladores mapuches, tarea nunca fácil. Pero la búsqueda de montañistas novatos implicaba otra clase de responsabilidad. La vida de un hombre dependía de él.
A principios de junio el frío se hacía notar; además, una leve llovizna caía sin cesar desde la madrugada.
Tomó una picada que se internaba en el bosque de coihues. Se cuidó mucho de no aplastar con sus botas unos retoños de pehuenes que apenas asomaban de la tierra, entre piedras.
Una larga semana siguió la senda que luego perdió. Agotó sus provisiones. Las noches fueron cada vez más frías y necesitaba alimentarse. Separó con cuidado la nieve que se había amontonado en el suelo y escarbó buscando raíces, plantas y frutos que pudieran nutrirlo. Escarabajos, polillas, orugas y algunas lombrices de tierra lo ayudaron a sobrevivir. Muchas veces había estudiado cómo encontrar fuentes de energía en la naturaleza pero jamás pensó que sus conocimientos iban a serle tan útiles.
Una noche de luna, pequeños ojos brillantes e inquietos lo miraron desde la oscuridad del bosque. Por unos instantes se alegró pensando en el joven buscado, pero su alegría se desvaneció porque los ojos no se acercaban. ¿Algún puma o cazadores furtivos? Sintió un escalofrío de miedo ante esta última posibilidad. Se encontraba solo, sin armas, en medio del bosque virgen y nadie sabía dónde estaba. Sintió la muerte rondando. Vigiló toda la noche.
Al otro día el cansancio se hizo notar. Se sentía enfermo. Había pasado una noche tensionante, hacía días que caminaba sin parar comiendo poco y mal.
Se movió sin ganas y grande fue su sorpresa al encontrar rastros frescos de pudú en el lugar de los ojos luminosos. Tenía entendido que el pudú-pudú estaba extinguido en esa región.
--¡Un pudú! –Su alegría era incontenible.
--¡Un pudú, un pudú! –gritaba también el eco.
Pensó en el hallazgo. Se sentía tan feliz. ¡Todavía existía el pudú! Comenzó a fantasear sobre la posibilidad de ver en el futuro el parque recorrido por ellos y como ayudarlos a reproducirse.
Se sentía confundido. Deseaba tanto seguir al pudú y dejar la búsqueda del montañista. Pero la vida de un hombre estaba ante todo.
La marcha se hacía cada vez más difícil. Subió y bajó varios cerros. Llamó gritando al joven inexperto que no apareció. El terrible cansancio que agobiaba a Joaquín López desaparecía cuando encontraba algún arbusto desconocido o cuando escuchaba cantar al chucao, fiofio, al carpintero y a otros pájaros que nunca antes había oído. De vez en cuando encontraba señales que lo alentaban a continuar: trozos de ropa enganchados en ñires y lengas y también huellas y más huellas del pudú.
Muchas veces la depresión lo obligaba a parar y pensar si debía o no continuar. ¿Para qué? ¡Había pasado tanto tiempo! El joven no debía haber podido sobrevivir al clima; seguramente estaría muerto.
Una noche en que el pesimismo lo agobiaba, entre lágrimas, pudo ver al pudú. ¡Era tan pequeño y frágil! Calculó que debía medir unos treinta centímetros. Parecía una liebre rechoncha pero con unas astas diminutas que apenas asomaban del largo pelo espeso.
La alegría desbordaba en el hombre, unas lágrimas gordas que rodaron de sus ojos se perdieron en el humus del bosque. El pequeño pudú-pudú desapareció entre el cañaveral. El hombre sintió su presencia como un buen presagio y decidió continuar la búsqueda.
Caminó unos pocos pasos descubriendo restos de ceniza en el suelo. ¡El joven estaba vivo! El pudú le había avisado que estaba en el camino correcto.
Varias noches pudo ver al ciervito que cada vez se acercaba más confiado pero, miraba el fuego con terror.
Joaquín López caminaba más lento. La marcha se le hacía pesada porque estaba muy débil. ¿Cuántos kilos había perdido? Poco a poco fue abandonando equipo hasta quedarse con lo imprescindible. Las notas que había tomado sobre la fauna y la flora de alta montaña tuvo que dejarlas al pie de una araucaria bajo una piedra porque ya no podía ni cargar una mochila con papeles.
Pasó varios días sin comer. Se sentía a punto de morir. Su único consuelo eran los rastros de las botas del montañista.
Las visitas del pudú se hicieron más frecuentes y amistosas. Pudo tocarlo un instante. ¡Era tan frágil! Temblaba. Lo vio desaparecer en la noche y pensó que no volvería más. Se equivocó, volvió al otro día. Lo acarició suavemente, con mucho cuidado. ¡Ambos eran tan frágiles! El pudú se quedó casi toda la noche y se abrigaron mutuamente.
Joaquín se sentía desfallecer. Deliraba y hablaba de hijos futuros que recorrerían el Parque Nacional con él y les hablaría del pudú. Podía ver sus ojillos curiosos preguntándole todo. Cuando lograba recuperarse continuaba la búsqueda casi arrastrándose. Caía y volvía a pararse, y caminaba y caminaba.
De pronto, huellas. ¡Huellas frescas! Y un olor extraño mezclado con el olor a leña quemada. Un olor que nunca había sentido en el bosque.
¡Humo! ¡Una fogata! Lo había encontrado. Había logrado su objetivo. ¡El montañista estaba vivo!
Se acercó. Logró ver la silueta del joven, muy flaco, sentado frente al fuego donde se asaba... ¡el pequeño pudú!
Joaquín López gritó. Un grito de desesperación.
El joven miró con fascinación al único hombre que salvaría su vida.
El guardaparque cayó en el barro.
El inexperto montañista quizo correr y abrazarlo.
Joaquín lloró.
El joven sonreía ante su salvación.
El guardaparque dejó de respirar. Angustiado, el extraviado montañista, comprendió bruscamente que al matar al último pudú se había condenado a muerte.

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