domingo, julio 23, 1995

RÍOS

RÍOS

La lancha avanzaba sin prisa. El hombre secaba con el reverso de la palma unas gotas de sudor que caían por su frente. Era fuerte el sol de la mañana. Por un momento sintió deseos de apagar el motor y acercar la lancha a la orilla de sauces llorones, pero luego recordó a la Jennifer allá en el rancho, sola desde el jueves y ya era lunes. Y pobrecita, cómo lo habría extrañado, tan callada la pobre, tan buenaza, ¡y esos tamales que sólo ella podía preparar!. “Receta de la abuela” –se excusaba cuando él la felicitaba, y después empezaba el juego: él que por qué nombraba a esa vieja, ella que no la llamara así, que no se habla mal de los muertos y que Dios lo perdone por ser tan bruto. Entonces, él la agarraba por la cintura y se la tiraba sobre los hombros como si fuera una bolsa de papas. Ella pataleaba pero después, se dejaba llevar hasta la cama mientras él le desabotonaba la blusa.
A Jennifer la había conocido en el micro del viaje a Salta, aquél año del eclipse, cuando murió el tata por un ataque de asma mientras trabajaba en las minas de carbón.. Él volvía del entierro, hacía un calor de putamadre y el polvo del camino lastimaba sus ojos. (--No, que voy a estar llorando yo) Y entonces, como quién no quiere la cosa, le contó el entierro de su padre, las deudas que le quedaban como herencia, el departamentito de mala muerte que lo esperaba en Buenos Aires, su sueño de tener un terrenito y plantar árboles frutales. --¿Qué cómo se llamaba? Angel, Angel Ríos. Entonces, ella que Jennifer porque cuando nació en Tucumán estaba de moda una telenovela en la que la protagonista (una pobre cieguita que luego se casaba con el dueño de la estancia) se llamaba Jenny.
Y ella le contó del Tigre, de las islas con perros y llenas de yuyos, de los ríos marrones que desbordaban con la sudestada y dejaban la tierra con un olorcito a..., bueno, él entendía ¿no?. Entonces se reían.
Por la ventanilla se veía la Puna, ¡tan seca!, y ese calor que parecía derretir los asientos de cuerina negra del micro.
Ella había ido a visitar a su hermana que había tenido familia. –El séptimo y varón. El lobizón ¿sabe?, por eso me llamaron, para que le saque la maldición del cuerpo.
--Jeniffer, la bruja, –recuerda Ángel –con sus yuyos de la isla que curan todos los dolores. –y apresura la lancha. Atrás una estela de plata celeste y los recuerdos.
En Retiro se despidieron. Él le dio la dirección de su departamento y su teléfono, y ella prometió visitarlo porque en la isla no tenía teléfono.
Después vinieron días agotadores de trabajo en la fábrica. Dale que dale cerrando frascos de dulce de durazno. Y además, la Jennifer en su cabeza, la Jennifer en el micro, la Jennifer en la isla, la Jennifer hablando, la boca de la Jennifer.
Y entonces, un domingo al mediodía, el timbre y Jennifer ahí parada, ¡tan hermosa!. Su cuerpo flaco y desgarbado entallado en un vestidito de flores celestes, zapatos nuevos, el pelo recogido en una trenza renegrida como carbón y los labios rosados: --Hola, Ángel.
Después de aquel domingo nada volvió a ser igual.
La lancha llega al recodo, allí el río se divide en dos. Ángel dobla a la derecha. ¡El río Paraná! Ya falta poco. Aminora la marcha. Ahora viene lo más bravo, cruzar el río ¡y con este sol quemándome la espalda!. El frescor de los sauces quedó atrás. Por delante, el río amenazante, pero más allá el rancho y la Jennifer.
Un noviazgo corto. ¿Para qué esperar? Él podía vender el departamento y con esa plata comprar la isla donde vivía ella para construir un ranchito más grande. Ninguno de los dos tenía parientes (exceptuando la hermana de Jenny que con tantos hijos no podría viajar a Buenos Aires) así que lo único que les quedaba por hacer era invitar a los amigos a la iglesia.
El reflejo del sol en el agua quemaba sus ojos. –¡Pucha que está alto el río! Se ve que la tormenta trajo crecida estos días, qué de algas, camalotes y plantas flotando.
Recordaba las largas caminatas por la isla juntando yuyos y hongos de colores; la Jennifer junto al fuego revolviendo la olla donde preparaba sus brebajes; y los Fernández, Fulgencio y Eva, el pibe de la gasolinería y Don Cosme tomando el menjunge ese cuando les agarró la peste que los tuvo en cama tantos días, temblando como hojas. Fue Jenny quien los curó. Pasó varios días con ellos tomándoles la fiebre, poniéndoles paños fríos mojados en jugo de sauco y eucaliptus. Entonces nadie creía en ella. Solo después que la fiebre se convirtió en un mal recuerdo, los isleños reconocieron sus poderes milagrosos. Desde entonces llegaban en barcazas de pescadores gente de los alrededores y hasta del Uruguay. Jenny los atendía con gusto, para todo tenía sus recetas. ¿Dolor de muelas? Masque estas hojitas, mi amor. ¿Alergia a los mosquitos? Pero nada mejor que este ungüento de mi invención. Y así se corrió la noticia de que en la isla vivía una muchachita milagrera.
La lancha viró a la izquierda. Atrás de los sauces tenía que estar el rancho que Ángel y Jenny habían construido con sus propias manos.
La isla les había proporcionado todo lo necesario para vivir. Sólo salían de ella para ir al Mercado de Frutos en el Tigre donde vendían las naranjas y las nueces que recogían de los árboles que rodeaban la isla.
Un día llegó un bote de madera a la isla. El navegante entregó a Ríos una carta proveniente de Buenos Aires. Era la primera vez en cinco años que recibían una carta. A la luz del candil, Ángel y Jenny leyeron asombrados la propuesta que le hacía a Ángel el dueño de la fábrica de dulces: ¡Jefe de la sede norte de la fábrica! Esa sí que era una oportunidad para progresar. ¿No, Jennifer? Claro, cómo desperdiciar algo así. Pero, ¡tan triste!. Y entonces, pensándolo más fríamente, no era tan bueno como parecía porque había que dejar la isla e ir a vivir a la ciudad. Y Jenny perdería sus clientes; otra vez a ser una desconocida en una ciudad que devora todo lo que encuentra a su paso. –Pero no importa, mi amor. Es más importante tu trabajo que todo lo demás. Y que no, que lo más importante era ella, pimpollita de urunday, dientes de marfil, trenzas de carbón. Mientras, allá afuera, el sol se reflejaba en el río como queriendo fundirse con él.
Por eso habían decidido quedarse en la isla. ¿Cómo iban a perder el canto de los zorzales por las mañanas y el vuelo rasante de los martín pescadores en busca de alimento? ¿Cómo perder el perfume de los azares y jazmines y las tardes de siesta a orillas del río? Decidieron quedarse.
Ángel viajó a la Capital para informarle personalmente al dueño de la fábrica su decisión. Jenny lo besó en los labios y le pidió que volviera pronto. Era la primera vez en cinco años que se separaban. Ángel le pidió que se cuidara, que no se alejara del rancho y que no recibiera pacientes en su ausencia. (No pasara que alguno se quisiera aprovechar de mi negra).
La estadía en Capital se prolongó por cinco días porque el dueño de la fábrica estaba demasiado ocupado para atenderlo. Se sorprendió de la decisión de Ángel, no pensaba que se negaría a aceptar el puesto. Claro que él se lo perdía, pero lo había pensado mucho. (¿Escuchás los zorzales, mi amor?) Y un apretón de manos: Buena suerte, Ríos. Nos vemos.
Volvía. ¡Qué alegría cuando la Jennifer se enterara que no había tenido problemas! ¡Qué el jefe hasta le había deseado suerte con los frutales!
Atrás de los sauces debía estar el rancho. Con asombro, Ángel vió las copas de los árboles asomándose entre el agua marrón. Recién en ese momento tomó conciencia de la crecida. Ató la lancha entre las ramas caídas en la costa y corrió por el barro. Entonces vio el rancho cubierto de lodo, el techo de paja totalmente destruido y las paredes de madera esforzándose por mantenerse en pie.
Ángel empujó la puerta lentamente. La sintió quejarse. El sol que se colaba por los agujeros del techo iluminaba el cuerpo de Jenny. ¡¡No, noo!! ¡La Jenny no! Pero era tarde. Una viga de madera había caído sobre sus piernas haría unos tres o cuatro días y luego, el barro del río, espeso y pútrido, había cubierto su cuerpo.
Apretada con fuerza, Ángel vio entre sus manos una pata de conejo y una foto de su casamiento. (¿Escuchás los zorzales, mi amor?) Esta vez, su magia no había podído salvarla.
Ángel abrió su manita con cuidado, tomó la pata de conejo y la foto de casamiento. Pausadamente caminó hasta la salida y cerró la puerta reseca de barro. La lancha brillaba en la orilla. Tiró dentro la pata y la foto. Luego desató los nudos que la sujetaban a la costa y, sentándose entre las ramas de los sauces, la vio irse lentamente. Ya no volvería a la ciudad. Se arrodilló en el barro y empezó a cavar una tumba.

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sábado, julio 01, 1995

SEVERINO Y EL ESPEJO


SEVERINO Y EL ESPEJO


PREMIO 20 JÓVENES CUENTISTAS DEL CONO SUR 1995

PUBLICADO EN LIBRO DEL MISMO NOMBRE DE EDITORIAL COLIHUE

Vi como, de pronto, el espejo se ahuecaba y entraba todo dentro de él. Mi cara, el cielo, la pampa y otras personas que nunca había visto en mi vida. Estaba todo ahí adentro, un poco desfigurao pero entero. Probé de pasar mi mano a través de él y, entonces, otra mano (igual a la mía) se acercó y tocó las puntas de mis dedos exactamente de la misma manera en que yo tocaba los de ella. Me asusté. Miré pa’ todos lados desconfiao.
--No vaya a ser qui ande Mandinga por áhi.
Pero no, no había nada. Seguía solo con mi caballo como hacía ya varios días, sin ver otra cosa que la llanura seca hasta el infinito.
Había desmontado del zaino al ver el espejo y, ahora, sentao al lado sobre el pasto seco, no podía dejar de mirarlo. ¿Quién lo habría dejado tirado en el medio de la nada? ¿Estaría engualichao? Quizás por eso lo habían dejado allí. Andie a saber quién lo tocó.
El cielo comenzaba a cargarse de nubes. Hacía rato que venía oliendo a lluvia y por lo que veía ahora, iba a ser fuerte el chaparrón. Ni un árbol a la vista. Solo yo y el espejo ese que ahora se había calmado y era otra vez transparente y, allí, tirado, dejaba ver reflejado en él el cielo nublado y el pasto reseco, amarillo, como cubierto por una capa fina de escarcha.
Abrí las alforjas buscando abrigo. El sol había desaparecido entre las nubes y se había levantado esa ventisca típica que anuncia tormenta.
Fue en ese momento que el espejo se ahuecó otra vez. Pero ahora estaba seguro de lo que veía. Sentí escalofrío en la espina dorsal pero, no me moví. El espejo gimió. Se movía lentamente, como en círculos, y se ahuecaba más y más. Por unos segundos no reflejó nada. Se veía negro, lustroso, en algunas zonas brillaba tanto que creí ver algunos rayos de luz.
Ya sé que suena raro pero lo vi y no me importa si nadie me cree porque no se puede negar lo que pasó después.
El espejo dejó de moverse. Estaba cóncavo como un cántaro de agua. Estiré el cuello pa’ ver pa’ dentro y me vi; sí, era yo. Severino Caldén, el mismo que ahora está contando esto. Pero no era yo. Era distinto. Me acerqué un poco más y el otro me imitó. Entonces pude verlo.
Vestía unos trajes raros, de color negro y brillitos dorados. No parecía gaucho el hombre pero sus pantalones se parecían bastante a las bombachas que usamos para trabajar la tierra y andar a caballo. Parecía vestido pa’ una fiesta porque todo relucía. Me dio un poco de risa su chaleco dorado porque era como de hembra, lleno de volados y bordados pero, no me reí porque me miraba serio y, en el fondo, yo tenía miedo.
Nunca vi ojos más negros que esos, eran como el color del espejo antes de ahuecarse, y el pelo ¡casi azul, como el de los indios! Pero no era indio, se notaba en su mirada agresiva. Los indios son más miedosos, bajan los ojos cuando uno los mira.
Yo miraba atontao a ese personaje en el espejo. Casi sin esfuerzo, fue saliendo su cabeza, sus brazos, su torso fornido y una a una sus largas piernas que terminaban en graciosos zapatitos en punta.
Yo lo miraba desde abajo. Era magnífico pero tan extraño. ¿Será Mandinga?, pensé.
--Alabado sea Alá –me dijo y me quedé boquiabierto.
--Alabado sea Alá –repitió.
--Sí, Alá –le contesté.
Y el hombre del espejo se arrodilló en el pasto seco y alzó sus manos al cielo. Fue entonces cuando empezó a llover.
No cabía duda, era Mandinga en persona y yo estaba ahí sentao, al lado y sin saberlo. Comencé a temblar, mis dientes rechinaban cada vez más fuerte. Maldita suerte la mía.
El hombre pareció enojarse, no sé si porque yo temblaba o porque la lluvia estaba arruinando su chaleco de seda.
--Tantos años ahí adentro viajando por el mundo entero, de Arabia a Asia, de ahí al sur de África para luego ser llevado a las islas del Pacífico y cruzar el océano hasta Europa, estar años colgado en la habitación de una reina vanidosa (Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa del lugar?) Visitar los lugares más maravillosos de la Tierra y ser tocado por manos finas de personas ilustres.
¡¡¡Para qué!!! ¡Para caer en esta tierra polvorienta y seca, en el fin del mundo! En manos de un roñoso gaucho ignorante y encima esta lluvia que está arruinando mi traje mágico.
Mejor apúrese gaucho, pida su deseo de una buena vez y déjeme volver al espejo a dormir otros mil años. ¡Vamos hombre, no tiene toda la eternidad, pida su deseo!
--Y-y-yo n-n-no no quiero nada señor, pa’ que voy a estar recibiendo favores de un desconocido si yo no necesito nada. Tengo mi señora allá en el rancho y ya debo estar cerca ¿sabe? Fui hasta el pueblo a comprarle algunas cositas y una damajuana. Además lo tengo al zaino. Muchas gracias, es usted muy gentil siñor pero, no deseo nada.
--Viejo estúpido, si ese es tu deseo, será concedido. ¡Oh!, Alá todopoderoso, concede a mi amo su deseo: NADA! Y que Alá sea con usted.
Y diciendo esto se zambulló dentro del espejo que se movió hasta quedar plano otra vez.
--¡Qué suerte he tenido! ¡Me creía ignorante pero me he burlado de él, no caí en su juego! –pensé.
Y poniéndome el poncho al hombro, subí a mi caballo, lo taloneé con fuerza y me alejé lo antes posible del espejo.
¡Pucha que estuvo cerca el Mandinga ese esta vez!

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