domingo, diciembre 03, 2006

SABORES DE LA ISLA

SABORES DE LA ISLA
Hace tiempo que venía necesitando un fin de semana como éste, en la isla, le digo a mi abuela, mientras ella termina de amasar las últimas tortas fritas y me mira, serena. Sus ojos negros reflejan las brasas del fuego donde reposa la olla de hierro llena de aceite hirviendo.
¡Si me vieran mis compañeros del restaurante! Espolvoreo las tortas fritas con azúcar y pruebo una. Exquisitas, no hay caso, por más que trate de aggiornar la receta las mejores son las de mi abuela. Las de mi abuela, m’ hija, me dice siempre, las de mi abuela eran las mejores. “Los sabores más deseados son los que produce la memoria”, acoto y recuerdo a Proust y su madalena. Mi abuela asiente en silencio. Luego toma la pava y echa agua sobre las brasas para apagarlas. Un humo blanco invade el hogar. Ya conozco el ritual, ahora lleva el mate y las tortas fritas hasta el muelle y con la cabeza me pide que la acompañe. Entonces nos sentamos a ver la puesta del sol en los escalones. Las primeras cebadas son en silencio, parece que absorbiéramos lo que queda de luz a través de la bombilla. Después, el crujir de las tortas va haciendo que, poco a poco, empecemos a hablar. Hace calor en la isla.
Esta semana agregamos en la carta el “lomo dijonaise”, le cuento a abuela, lleva salsa de mostaza antigua y se acompaña con un hojaldre de queso brie, endibias grilladas y hongos shitakes. Ella me mira en silencio, me deja hablar, me escucha. Yo hablo todo el tiempo, en el restaurante también. A mi ayudante de cocina le parezco graciosa, pero al sommeliere creo que le molesto un poco. Un día te voy a preparar marquise de chocolate con arándanos acaramelados, le digo a mi abuela. Sonríe. La bombilla, en sus labios; los ojos, en el río.
El cielo se pone anaranjado y vuelvo a ver el humo sobre la olla de hierro. Sin embargo, esta vez no es aceite hirviendo lo que hay dentro, sino una mermelada hecha de naranjas amargas que abuela cortó del árbol que está detrás de la casa. En mi recuerdo, los rayos de sol parecen fundirse con la mermelada que empieza a hervir. Veo la mano de la abuela tomando la vieja cuchara de madera. Ambas son una. Las veo. Giran en grandes círculos y luego forman ochos. Levantan con cuidado el caramelo dorado, lo dejan caer y siguen revolviendo. Es solo azúcar y naranjas amargas; sin embargo, mi abuela parece una alquimista que ignora haber descubierto la receta mágica para convertir el sol en caramelo.
Abu me pasa el mate, la mermelada se esfuma en el aire. Gracias, le digo cuando no quiero más. Con cuidado, pero todavía con agilidad a pesar de sus años, abuela se levanta, pone la pava y el mate en la bandeja de mimbre y asoma en sus labios una leve sonrisa que preanuncia la pregunta inevitable: --¿Y hoy qué te gustaría cenar?
--Sorprendeme. –le digo. En la semipenumbra escucho los sapos que empiezan a cantar. En la isla la cocinera experta es ella. Mis títulos, mis años de estudio, mi experiencia en los mejores hoteles de Francia, Inglaterra y Suiza, no son nada. Se esfuman como el sol sobre el río. Me convierto en una esponja que absorbe la sabiduría de mi abuela. Ella es la transmisora de los sabores de la isla.
Su silencio es el silencio de la gente simple de estas islas. ¡Y dice tanto! La veo buscar sus cansados canastos de mimbre y me da uno, como cuando yo era chica, para que la acompañe a cosechar tomates, zapallitos, zanahorias y rabanitos de su huerta. Ahora me parece estar viendo al abuelo elevando la huerta para que la crecida no la destruya. Se seca el sudor con un pañuelo, espanta a los mosquitos y vuelve a hundir la pala en ese terreno que parece siempre húmedo. “Suelo no apto para el cultivo”, según mis libros. Sin embargo, nunca he visto zapallos como esos, ni tomates más redondos y jugosos. Todo parece crecer más en las islas y todo es más sabroso, sin duda. Mi abuelo es como Sarmiento en la isla. Tiene fe en esta tierra mojada. Hace la huerta, planta frutales, cuida sus colmenas, pesca. Es feliz acá. Yo soy niña, pero lo percibo, lo siento, lo vivo.
Abuela me dice que ella también lo recuerda. Con los canastos llenos volvemos a la casa. En el trayecto juntamos nueces de la isla que están desperdigadas por el piso. Pienso otra vez en Sarmiento, lo veo visionario guardando en sus bolsillos las nueces pecan, allá en Mississippi, y luego arrodillado, en la isla, como abuelo, plantándolas; imaginando estos árboles que ahora veo. Pero no, m’hija, dice ella, no fue él el que las trajo sino una señora que todavía vive en el Felicaria. Contame, le pido mientras imagino, en realidad ya casi podría decir que saboreo, su “Pecan pie”. Tengo que decirle que le he copiado su receta y que es todo un éxito en el restaurante. Los turistas norteamericanos creen que es una variante de la receta de su país.
La comida de abu es realmente perfecta en cuanto a textura, sabor, olor y color. Pareciera que siguiera las reglas de la cocina gourmet. Los vegetales no tienen más aderezo que un chorro de limón, cortado en el momento por quien se encuentre más cerca del árbol, y un poco de perejil fresco. Nada de aceite de oliva mediterraneo, ni aceto balsámico, ni bouquet de hierbas. Siempre hay una entrada simple, fresca, pienso. Luego, el plato principal preparado con lo que se ha conseguido en el día. Abuela abre el horno. Su comida entra primero por la nariz, luego por los ojos y finalmente por las papilas gustativas. Los huevos de su gallina copetona y el zapallo de la huerta se han convertido, por arte de magia, en un pastel que supera ampliamente al “soufflé de calabaza y queso gruyere” que preparo en el restaurante.
Afuera los sapos parecen anunciar lluvia, las nubes se mueven rápido cubriendo las estrellas que acá, en la isla, siempre son más. Es que en noches como ésta, plantas y estrellas se multiplican, dice abu. Las primeras gotas golpean las ventanas de la cocina. Adentro nosotras compartimos la última cena.. Mañana es lunes y debo volver a la ciudad. Mientras le hablo, siempre hablo y ella me escucha.
La mañana del lunes amanece lluviosa. Miro el reloj. Todavía tengo un par de horas. Preparo el bolso y hago mi cama. De la cocina ya vienen ruidos. Me asomo. Aroma a pan recién horneado. De repente, descubro que ese es mi aroma preferido. “Los sabores –y olores—más deseados son los que produce la memoria”, recuerdo. Y entonces miro a mi abuela sirviendo el café con leche humeante y sé que en ella la memoria está viva. Así, de pronto, se me revela el secreto de su cocina: abuela cocina con los sabores de la isla, esos sabores que se han ido pasando de generación en generación; secretos de mujeres simples, como ella, y que ahora recibo yo para perpetuarlos en el ritual diario de la cocina.
Miro el reloj. En cinco minutos estará llegando la lancha colectiva. En la mesa, el pan y la mermelada de naranjas amargas. Sorbo un poco de café con leche y le pregunto a abuela: --¿Hoy qué almorzamos?

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